La mediocridad esa enfermedad sin dolores - JOSE LUIS MARTÍN DESCALZO

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Despierte el alma dormida

AUTOR: JOSÉ LUIS MARTÍN DESCALZO 


Yo estaba tranquilo en mi mediocridad hasta que me resultó insoportable.

Leo esta frase en la autobiografía de Robert Hossein, el cineasta francés, y me pregunto a mí mismo si esto de la mediocridad no será la mayor lacra de la Humanidad, de la que decía Ortega y Gasset que lo único que tiene de excelente es esa hache mayúscula con que la decoramos tipográficamente. ¿No es inevitable ser mediocre? ¿No tiene todo hombre clavada en la carne esa tendencia a vivir dormido tres cuartas partes de su vida? No me refiero a aquella «aurea mediocritas» de la que hablaba Horacio, de ese no tener muchos deseos y contentarse con lo que se posee. Hablo de la mediocridad de alma, de esa terrible tentación de rutina y vulgaridad que nos rodea por todas partes.


Ya sé que la tensión permanente es imposible, que ni los genios lo son veinticuatro horas al día. Que con frecuencia hay que «descansar de vivir», que decía el poeta. Pero me pregunto si estos descansillos transitorios no se convertirán para muchos en una ley de vida, vuelta ésta una siesta interminable. Me pregunto si, como conclusión, no acabamos todos o casi todos los hombres siendo no seres humanos sino sólo muñones de hombres.


¿De qué mediocridad estoy hablando? De la de quienes no son ni buenos ni malos; de quienes más que vivir se limitan a dejarse vivir; de los que no tienen ilusiones, ni esperanzas y jamás aspiran a mejorar; de cuantos rebajan todo lo grande y prefieren arrastrarse, a escalar; de quienes desprecian todo lo que no está a su alcance y embisten –como dijo Machado– contra todo lo que no entienden; de los que intelectualmente se alimentan de lugares comunes que jamás revisan; de quienes no hablan sino de tonterías; de cuantos dicen que se aburren porque se han sometido a la rutina. De todos aquellos a quienes puede aplicarse la frase más dura de toda la Biblia, aquella en la que, en el Apocalipsis, dice el Espíritu al obispo de Laodicea:

Ojalá hubieras sido frío o caliente. Pero como no has sido ni frío ni caliente, sino tibio, comenzaré a vomitarte de mi boca.


Es cierto: la mayoría de los humanos se derrumban mucho más por la cuesta de la vulgaridad que por la del mal. Muchos iniciaron su juventud llenos de sueños, proyectos, de planes, de metas que tenían que conquistar. Pero pronto vinieron los primeros fracasos o descubrieron que la cuesta de la vida plena es empinada, que la mayoría estaba tranquila en su mediocridad, y decidieron balar con los corderos.

Porque el gran riesgo de la mediocridad es que se trata de una enfermedad sin dolores, sin síntomas muy visibles. Los mediocres son o parecen, si no felices, al menos tranquilos. Y en esa especie de ciénaga tranquila interior es muy difícil que esa mediocridad llegue a hacérseles –como a Hossein– «insoportable». Con frecuencia es necesario un gran dolor para que logremos descubrir cuán mediocres somos. Y hace falta un terrible esfuerzo para salir de la mediocridad y no regresar a ella de nuevo.


Ésta ha sido para mi una vieja obsesión. Recuerdo que en la primera novela que escribí se dibujaba a un cura –en el que en realidad me pintaba no a mí, pero sí lo que yo temía llegar a ser– que, en vísperas de su muerte, descubría que no había sido ni bueno ni malo, que comprendía que no había sabido realizar ninguno de sus deseos y soñaba que, después de su muerte, era condenado por Dios a un particularísimo purgatorio: recibía un gran saco de avellanas que representaban los días de su vida y se le castigaba a abrirlas una por una: todas estaba vanas y vacías.


Solemos decir: tengo cuarenta, cincuenta, sesenta años. He vivido, por tanto, tantos miles de días, tantos millones de horas. Pero si alguien examinase una por una, ¿a cuántas quedarían reducidas? Tal vez nos sentiríamos felices si hubiéramos vivido una de cada diez. Lo demás es sueño, siesta, horas pasadas en Babia.

¡Y luego se queja el hombre de que la vida es corta: y somos nosotros los que cloroformizamos nueve de diez partes! 

¿Qué sería, en cambio, una Humanidad en la que todos sus miembros aprovechasen al ciento por ciento sus energías, una Humanidad de seres creadores, despiertos, amantes?

 «Recuerde el alma dormida…», nos exhortaba el poeta, porque «la muerte se viene tan callando». Pero no es lo preocupante que venga la muerte, sino que sea la vida la que se marcha «tan callando». Tan callando, mientras nosotros dormitamos a la orilla del milagro.

 Recuerde el alma dormida…», nos exhortaba el poeta, porque «la muerte se viene tan callando

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